La familia Campanelli vive la Navidad como si fuera MasterChef: delantales, cocina a full, platos “de autor” y una mesa armada para la foto. Todo sale impecable: el pollo dorado, la ensalada fresca, la ensalada rusa lista. Brindan, se ríen, se sientan. Y horas después, cuando ya quedó solo el eco de la sobremesa, llega el giro que nadie quiere: mensajes de “me cayó mal”, dolor de panza, malestar general. Ahí aparece el verdadero culpable, el que no se ve: la contaminación cruzada, ese pase silencioso que ocurre cuando el pollo crudo comparte tabla o cuchillo con alimentos que se comen sin cocción.
En diálogo con la Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes, María Eugenia Mateos, ingeniera en Alimentos y docente de la UNQ, lo sintetiza con una frase que debería estar pegada en la heladera, al lado del imán de Papá Noel: “Aunque se vea limpia no lo está”, dice. La ciencia detrás de esa frase es simple: la limpieza visual no es un indicador microbiológico. “Hay algo que se llama microorganismos que justamente tienen el tamaño de micrones, o sea, que nuestro ojo a simple vista no los puede ver, necesito un microscopio para verlos”, explica.
La contaminación cruzada es el traspaso de microorganismos desde un alimento crudo a otro que ya se va a comer, sin una cocción que lo “salve”. Es un pase invisible: nadie lo ve, pero ocurre igual. En las cenas de fin de año, el pase estrella suele arrancar con el pollo. “Sobre todo la salmonela, que es típica en pollo crudo”, advierte Mateos. Y clava el punto que más se subestima porque no deja marca en la foto: “No se ve, pero queda en las microgotas de la tabla”.
Microgotas: esa palabra es clave porque describe el mecanismo real, ya que no hace falta que algo “chorree” para que haya riesgo. Con que queden residuos microscópicos en la superficie alcanza para contaminar lo siguiente que toque esa tabla. Y lo siguiente, en Navidad, suele ser la ensalada: tomate, lechuga, algo fresco que se arma rápido y se sirve sin fuego de por medio. “La bacteria está ahí y luego puede contaminar el tomate, la lechuga u otro alimento que voy a comer crudo después, que no va a recibir un tratamiento térmico”, explica la ingeniera en Alimentos de la UNQ. Es decir: lo crudo queda crudo, y lo contaminado queda contaminado.
Cuando esa ensalada llega al plato, la cocina deja de ser un tema estético y se vuelve sanitario. “Como no hay una cocción que las elimine, ahí puede provocar una enfermedad, una ETA, que es una enfermedad transmitida por alimentos”, dice. Y le pone etiqueta al fenómeno: “Eso se llama contaminación cruzada directa”.
Si el pollo y la ensalada verde son el caso obvio, la ensalada rusa es el caso traicionero. Porque engaña al cerebro: la papa y la zanahoria ya estuvieron en la olla, ya pasaron por calor, ya “cumplieron”. Entonces aparece la falsa sensación de blindaje. Pero en microbiología no existe el “ya está”: existe el “¿qué tocó después?”. Mateos lo baja a un ejemplo simple de la mesa navideña: aunque la papa y la zanahoria ya estén cocidas y hayan salido “seguras” de la olla, pueden volver a contaminarse si se apoyan o se cortan en una tabla donde antes se manipuló carne cruda. En ese contacto, las bacterias que quedaron en la superficie pasan al alimento cocido y el riesgo vuelve a ser el mismo.
La palabra clave es “contacto”. Un alimento cocido puede recontaminarse si vuelve a tocar una superficie donde se manipuló carne cruda. El riesgo nace en lo que la carne deja atrás: jugos y restos que pueden transportar bacterias. Como lo resume la especialista: “Hay un riesgo de contaminación con las bacterias que están en la carne, en los jugos, en la sangre de la carne. Así que también hay un riesgo sanitario”.
En la jerga de una competencia, esto sería perder el plato en el armado: se cocinó bien, pero se arruinó al final. En Navidad pasa todo el tiempo, justamente porque nadie piensa que la mesada también cocina: cocina riesgos.
Protocolo simple, resultado profesional
¿Cómo se corta la cadena? La buena noticia es que la contaminación cruzada se evita con medidas que no requieren tecnología espacial. La salida es el método, no la suerte. Y Mateos es tajante, como quien ya vio demasiadas tablas “multiuso” arruinar una cocina. “No tenés que usar la misma tabla: tenés que separar tablas exclusivas para carnes crudas y otras para alimentos que se van a consumir crudos”, enseña.
No es “obsesión”, es organización inteligente para que el protocolo aguante incluso en el caos navideño. Por eso la ingeniera en Alimentos propone una solución simple y efectiva: “Podes usar tablas de distintos colores para identificar lo que es crudo, lo cocido o lo que se va a consumir crudo”. Es una decisión de proceso: una señal visual corta el error antes de que ocurra. Y cuando la cocina de casa se ordena como una pequeña línea de trabajo, el riesgo baja sin apagar la fiesta.
Después aparece un debate que en Navidad suele mezclarse con tradición: el material de la tabla. La de madera es un clásico, sí, pero no siempre juega a favor si la prioridad es higiene real. “Preferentemente tablas sanitarias, tablas de plástico más que las de madera”, recomienda Mateos. Y explica el porqué con lógica concreta: en la madera, el cuchillo deja microcortes donde “pueden alojarse las bacterias y son muy difíciles de sacar”. Esos microcortes funcionan como refugios microscópicos, es decir, lugares donde la limpieza “rápida” no entra y el riesgo se queda.
En cuanto a la limpieza, la ciencia también pide constancia, no magia. “Después limpiar mucho con agua caliente, con detergente, enjuagar bien, secar bien”, indica Mateos. La clave es entender que “enjuagar” no es sinónimo de “higienizar”. La cocina navideña, si quiere jugar en primera, necesita hábitos de primera.




