Dieta keto: menos harinas, ¿más felicidad? La ciencia responde

En los grupos de WhatsApp, en TikTok, en la charla de oficina o en la sobremesa, la película se repite: alguien cuenta que dejó las harinas, que “entró en cetosis” y que ahora no solo baja de peso, sino que “piensa más claro” y “se siente mejor de ánimo”. La dieta cetogénica se volvió un combo tentador: menos kilos, más foco, supuesta mejora del humor. El marketing hace el resto. Pero cuando se baja el volumen de las promesas y se prende la luz de los datos, la historia es bastante menos épica. Un trabajo publicado en la revista JAMA Psychiatry puso bajo la lupa el costado mental del furor keto y la conclusión podría resumirse así: hay una señal interesante para la depresión, bastante más tenue para ansiedad, y un océano de matices en el medio.

El estudio, liderado por un equipo del Hospital St. Michael de Toronto, y al que la Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes tuvo acceso, compiló lo que se sabía hasta ahora con cierta obsesión contable. No fue una encuesta en redes ni un ensayo aislado, sino un metaanálisis: 50 trabajos realizados en 15 países, con datos de 41.718 adultos de entre 18 y 70 años. En esa bolsa entraron personas con diagnósticos psiquiátricos formales —depresión mayortrastorno bipolaresquizofreniatrastorno de ansiedad generalizadaestrés postraumático— y también adultos sin etiquetas psiquiátricas, por ejemplo, con obesidad u otras enfermedades donde el ánimo se medía como resultado secundario.

La foto metodológica

Hubo ensayos clínicos aleatorizados, estudios cuasi-experimentales, análisis transversales, series de casos e informes de casos. En los ensayos, la dieta cetogénica —muy baja en carbohidratos y rica en grasas— se comparó con distintas dietas de control: algunas bien cargadas de carbohidratos, otras más moderadas. El estado de ánimo no se evaluó “a ojo”, sino con escalas validadas como el PHQ-9 para depresión o el GAD-7 para ansiedad, entre otras. Es decir: no es el típico “me siento mejor” de charla de gimnasio, pero tampoco un oráculo infalible.

Cuando se mira solo el corazón de la evidencia —los ensayos clínicos aleatorizados—, la foto es relativamente clara. En promedio, quienes siguieron una dieta keto mostraron una reducción pequeña a mediana de los síntomas depresivos frente a las dietas de control. Traducido al idioma de los papers, el tamaño de efecto rondó una diferencia media estandarizada de -0,48: algo más que una anécdota, bastante menos que una revolución terapéutica.

La señal, además, no aparece en cualquier contexto. Los efectos más nítidos se vieron en los estudios que no se conformaron con escuchar “sí, estoy en keto”, sino que verificaron bioquímicamente la cetosis. Cuando los análisis de laboratorio confirmaban que el cuerpo efectivamente estaba usando cuerpos cetónicos como principal fuente de energía, la mejora del ánimo era mayor. No alcanzaba con “bajar las harinas” a ojo: el cumplimiento estricto del protocolo cetogénico parecía importar.

También hubo diferencias según con quién se comparaba la dieta. En los ensayos donde la keto se enfrentó a una dieta claramente alta en carbohidratos, la ventaja para la depresión tendió a diluirse. Cuando la comparación era contra intervenciones que no recargaban tanto los carbohidratos, la mejora del ánimo se volvía más visible. Y al separar por peso, la película volvió a partirse: en participantes sin obesidad, la señal depresiva fue más marcada; en personas con obesidad, el efecto promedio fue pequeño y estadísticamente no significativo.

La intensidad del recorte de carbohidratos también jugó su partido. Las intervenciones “muy bajas” en carbohidratos —en torno al 10 por ciento de la energía diaria— se vincularon con disminuciones más importantes de los síntomas depresivos que las dietas simplemente “bajas en carbohidratos”, en el rango del 11 al 20 por ciento. La duración, en cambio, no cambió demasiado el cuadro: entre cuatro y más de diez semanas de intervención, el panorama se mantuvo parecido.

El entusiasmo empieza a frenarse cuando la lupa se corre a la ansiedad. En los ensayos clínicos aleatorizados que midieron síntomas ansiosos, la diferencia entre el grupo keto y los controles fue, básicamente, un bostezo estadístico: el tamaño de efecto combinado quedó cerca de cero, sin asociaciones significativas. En términos más terrenales: los gráficos no mostraron una mejora consistente de la ansiedad atribuible a la dieta cetogénica frente a otras opciones dietarias.

Los estudios cuasi-experimentales sí registraron descensos de ansiedad a lo largo del tiempo dentro de los grupos que seguían dieta keto. Pero ahí el método empieza a hacer ruido. Sin asignación aleatoria ni grupos de comparación equivalentes, es casi imposible saber cuánto de ese cambio se debe a la dieta y cuánto a la pérdida de peso, al acompañamiento intensivo de los equipos de salud o, simplemente, al paso del tiempo. Hay promesas, sí, pero todavía no hay pruebas firmes de que la dieta cetogénica, por sí sola, reduzca la ansiedad.

Un detalle no menor: las mejorías, tanto en depresión como en ansiedad, aparecieron en poblaciones muy distintas entre sí. La lista va desde personas con trastorno depresivo mayor o trastorno bipolar hasta individuos con esquizofreniaestrés postraumático o enfermedades no psiquiátricas. Eso sugiere que hay algo transversal, probablemente vinculado al metabolismo y la inflamación, pero también obliga a la prudencia: una señal que se repite en contextos tan dispares no se transforma automáticamente en una receta estándar para todo el mundo.

El cerebro y los carbohidratos

Para entender por qué una dieta podría tocar el estado de ánimo, conviene salir un rato del mundo de las calorías y entrar al de las células. Desde hace años, distintos trabajos muestran que la depresión mayor, el trastorno bipolar o la esquizofrenia se asocian con disfunción de las mitocondriasresistencia a la insulinahipometabolismo de glucosa en el cerebro e inflamación crónica de bajo grado.

La dieta cetogénica fue diseñada hace un siglo como tratamiento no farmacológico para epilepsias que no respondían a los medicamentos. Su lógica es simple y radical: al restringir de forma sostenida los carbohidratos, el organismo deja de depender de la glucosa y empieza a usar cuerpos cetónicos, como el beta-hidroxibutirato y el acetoacetato, como combustible principal. Ese giro metabólico se ha vinculado con cambios en la función de las mitocondrias, en el estrés oxidativo y en la señalización inflamatoria.

Informes previos también sugieren que la cetosis podría modular sistemas de neurotransmisores clave como GABA y glutamato, influir en la microbiota intestinal y estabilizar redes neuronales de manera no muy distinta a lo que se busca con algunos estabilizadores del estado de ánimo.

Sobre ese fondo, no sorprende que haya equipos probando si una intervención nutricional intensa puede sumar como herramienta complementaria en ciertos cuadros psiquiátricos. La pregunta sigue siendo cuánto suma, en quiénes y a qué costo.

La síntesis, traducida al terreno clínico, es bastante más sobria que el entusiasmo de las redes. La dieta cetogénica aparece como una posible herramienta complementaria para aliviar síntomas depresivos en ciertos adultos, especialmente cuando se alcanza y se verifica una cetosis nutricional sostenida, las intervenciones son muy bajas en carbohidratos y los participantes no presentan obesidad. No reemplaza, en ningún escenario serio, a los tratamientos estándar basados en psicoterapia y medicación cuando estos están indicados.

En ansiedad, el mensaje es todavía más conservador: la evidencia disponible no permite afirmar que la dieta keto mejore de forma consistente los síntomas, ni mucho menos que sirva como atajo mágico frente a trastornos complejos que involucran historia personal, contexto social y, muchas veces, traumas de larga data.

Para equipos de salud y pacientes, el dato interesante está ahí, pero en minúscula: la dieta cetogénica puede ser una línea de investigación prometedora y, tal vez, una opción a evaluar en contextos clínicos bien controlados y con supervisión profesional estrecha. Está lejos, muy lejos, de ser una “cura” para la depresión o la ansiedad.

Con todo, en un campo donde las expectativas suelen correr más rápido que los datos, este metaanálisis pone algo de orden: baja el volumen de las promesas, sube el de los números y obliga a una pregunta incómoda. Si la cabeza no anda bien, la salida probablemente no esté en el próximo plan alimentar que se vuelve viral, sino en una conversación seria con el sistema de salud. La dieta puede ayudar; el milagro, por ahora, no viene por ese lado.

Por María Ximena Perez